Esta me quedó atrasada para
publicar acá. El despelote regional también tuvo a Chile como uno de sus principales
exponentes. El “Octubre Rojo” puso la alerta sobre la modernidad, estabilidad y
solidez del modelo trasandino. Se cayeron varias cáscaras y adentro apareció
vacío. Salimos
con una colega a plantear aristas de
análisis. Gracias de vuelta a Fabián
Bosoer por el espacio en el diario popular.
Chile,
el mejor alumno que tiene para aprender
Facundo Cruz –
Constanza Mazzina
En los últimos años fue
recurrente escuchar hablar de Chile como el país modelo de la región, que
contaba con políticas de Estado, a largo plazo, cuyo crecimiento igualaba a los
países de la OCDE y que tenia indicadores de transparencia y libertad ajenos al
de sus vecinos del cono Sur, con la excepción de Uruguay. El mejor alumno
latinoamericano. Así, Freedom House ha calificado a Chile como un país libre,
en una escala de 0-100, donde 100 es totalmente libre, Chile alcanza los 94
puntos en 2018 y Uruguay los 98. El resto por debajo, algunos muy lejos. El
apoyo a la democracia, según datos de Latinobarómetro, se ha mantenido entre el
55 y 58% en estos años. La pobreza descendió de casi 40% al 10%. Entonces, ¿por
qué el estallido? ¿Por qué las primeras planas mundiales?
Como muchos fenómenos sociales
y políticos, las causas son múltiples. Es complejo, pero podemos destacar tres
factores: la desigualdad, la trampa de los ingresos medios y un sistema
político que comprimió hasta hace poco.
El primero choca contra los
niveles de crecimiento sostenido y la reducción de la pobreza. Si bien esto último
es cierto y los datos lo demuestran, este salto a niveles de primer mundo está
desigualmente distribuido. Chile ha sido exitoso en la reducción de la pobreza,
pero esto no produjo una distribución del ingreso más equitativa. Un informe
del PNUD del 2017 señala que “la desigualdad es parte de la historia de
Chile y uno de sus principales desafíos a la hora de pensar su futuro”. Es
estructural y acá viene el primer reclamo ciudadano de estos días: ninguno de
los gobiernos democráticos ha revertido la situación. Ni los 20 años de la
Concertación ni el último gobierno de Michelle Bachelet. Una deuda pendiente
enorme.
Chile crece a tasas asiáticas
y alcanza niveles de consumo europeos, pero no su igualdad distributiva. Si
tomamos el Índice de Gini, que mide la distribución de la riqueza entre 0
(igualitario) y 1 (desigual), vemos una evolución favorable para el país
trasandino: desde el retorno a la democracia pasó de 0,56 a 0,46 en 2017. Esto
lo ubica cerca de Perú (0,43) y Bolivia (0,44), pero lejos de Argentina (0,39),
Uruguay (0,41) y de los más igualitarios como Islandia (0,27), Noruega (0,27) y
Dinamarca (0,28). Crecimiento sin distribución no es desarrollo.
El segundo factor fue
resaltado por Juan
Negri el año pasado. El ensanchamiento de la clase media se choca contra una
realidad en la que sus aspiraciones no se concretan. Esto implica que hay una
clase media aspiracional que se encuentra frustrada, que no ve que su calidad
de vida mejore, sino que se encuentra estancada. Como también lo
sintetizó Patricio Navia, “los chilenos están frustrados porque están en
las puertas de la tierra prometida pero no los dejan entrar”. En Chile,
pasaron, vieron luz, quisieron entrar y quedarse. Ahora la puja distributiva
los está forzando a salir. Los sectores medios suelen ser los más dinámicas de
una sociedad y han sido el motor del crecimiento sostenido. Ahora, piden más.
La demanda de mayor intervención estatal, mayor política y mayor distribución
es empujada por los estudiantes secundarios y universitarios que ven en sus
padres el freno de los sueños no cumplidos. La juventud parece tomar nota que
sus aspiraciones de tener una mejora en sus niveles de vida no se concretan. Es
con más Estado y menos mercado.
El tercer punto son las
señales del sistema institucional. El cambio vino con la modificación de la
obligatoriedad del voto. En la década del ’90 y principios del 2000 rondaba el
90% del electorado. Pero en las últimas elecciones del 2017 participó el 46,7%
del electorado en la primera vuelta, y el 49% en la segunda. Las elecciones del
2013, debut del voto voluntario, mostraron niveles similares. La apatía
ciudadana fue una señal no detectada por la elite política.
A esto se suma que hace pocos
años, en el 2015, Chile, reformó su régimen electoral, dejando atrás un sistema
binominal que durante muchos años había sido denunciado como una barrera
antidemocrática ya que impedía el surgimiento de fuerzas políticas alternativas.
El sistema binominal implantado por Pinochet aseguró la transición y la
gobernabilidad durante 25 años, pero no favoreció el recambio dirigencial.
Así, la implementación del nuevo sistema electoral que debutó hace 2 años sumó renovadores
y distintos a los mismos de siempre. La aplicación de un mecanismo de conversión
de votos en bancas basado en el método D'Hondt de representación proporcional
con magnitudes medianas favoreció el ingreso de nuevos partidos políticos, con
dirigentes jóvenes y con proyección política futura. Muchos de ellos
provenientes del mismo movimiento estudiantil que reclamó por mejores
condiciones educativas en 2006 y 2011, como es el caso del Frente Amplio. Esta
reforma, si bien descomprimió la oferta política, no vino asociada de una mayor
participación, sino todo lo contrario. Esta contradicción fue la alerta final.
El escenario futuro es algo incierto. La clave para destrabar el conflicto radica en la capacidad de una dirigencia política que no supo leer la legitimidad del reclamo a tiempo ni pudo interpretar las demandas con racionalidad de estadista. Pero que ahora los tiempos urgen velocidad y reacción empática. Los tres factores fueron señales no escuchadas. Ahora el desafío es que oficialismo y oposición recuperen el vínculo social que hicieron de Chile el mejor alumno, pero que todavía tiene para aprender.
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