15 agosto 2020

Un mundo con coaliciones

La segunda chance en Agenda Pública vino de la mano de las coaliciones. Acá no hay mucha intro que hacer: otra vez la burra al trigo (con el tema). Más que nada un ordenamiento de conceptos, ideas y casos ejemplares. En particular me gustó marcar las diferencias entre el viejo continente y el quilombo que somos nosotros de este lado. Acá la original publicada. Gracias de vuelta a Yanina Welp, siempre muy amable.

Un mundo con coaliciones

Si miramos al mundo político tal cual se encuentra hoy podemos decir que una de sus características centrales es la existencia de coaliciones. Abundan por doquier. Al menos, en la sección occidental de este mundo. Y concretamente en la Europa parlamentaria y la América Latina presidencial.

Hablar de coaliciones implica, sin embargo, ordenar el campo semántico. Para utilizar una definición clásica y tradicional, me remito a la formulada por Kaare Strom a comienzos de los ’90 y que introdujo Daniel Chasquetti en Latinoamérica a fines de esa década. Una coalición es un acuerdo entre partidos políticos, que tienen ciertos objetivos comunes, ponen a disposición sus propios recursos para alcanzarlos y, una vez logrados, se reparten los beneficios obtenidos. A estos criterios le agregaría que ese acuerdo escrito o tácito debe tener un grado más o menos aceptable de estabilidad. Una coalición no es un acuerdo favorable para una sola votación parlamentaria por única vez entre dos bloques que no pueden ni verse en una asamblea. Implica un patrón recurrente de interacciones comunes y sostenidas. Y se pueden formar en distintas arenas o dimensiones: la electoral, la de gobierno y/o la legislativa. En una, dos o en todas ellas.

Tres cuestiones conceptuales adicionales. En primer lugar, toda coalición implica una transacción, y como tal requiere de una negociación entre pares. Ceder es la base de todo acuerdo, siempre en pos de un beneficio posterior mayor al presente. Es una apuesta, con sus riesgos. En segundo lugar, esta negociación se logra dado que existe desde el momento inicial cierta complementariedad entre los socios. Esto es, cada uno aporta al otro lo que no tiene y recibe de éste algo que no consigue por sí solo. Son los elementos comunes, los puntos focales donde encontrarse con el otro. En tercer lugar, estos puntos de contacto son la base de los acuerdos, siempre y cuando se definan reglas de convivencia formales o informales. Como en un matrimonio o una pareja que convive. Todo funciona de manera armoniosa si hay reglas, y si se respetan. Sino, a tribunales.

La tradición europea

Ahora, ¿por qué esto es relevante para discutir la política actual? Porque cada vez son más los casos donde distintos sistemas políticos de distintas regiones del mundo están apelando a las coaliciones políticas como una fórmula para resolver los problemas derivados de la fragmentación. Las sociedades se han diversificado, las líneas divisorias se han extendido, expandido y multiplicado, y los actores políticos con capacidad, presencia y recursos han proliferado. Si la heterogeneidad es la práctica, entonces la búsqueda de acuerdos tiene que ser su norma.

En la Europa parlamentaria es una vieja práctica conocida. Hasta diría que es fundante de la política post Segunda Guerra Mundial. La dinámica parlamentaria es única: las coaliciones son de gobierno y se forman con posterioridad a la celebración de las elecciones. Los ciudadanos concurren a las urnas y eligen un menú de opciones de acuerdo a sus propias preferencias. Los votos se cuentan, se asignan las bancas de la legislatura a cada uno y se busca el principio básico de las democracias representativas contemporáneas: la mayoría. Quien suma el 51% del recinto entonces queda habilitado para formar un gobierno.

Pero en sociedades cada vez más fragmentadas la soledad del poder es un bien escaso. Abundan los ejemplos recientes donde países con prácticas bipartidistas tuvieron que hacer cursos intensivos para conformar coaliciones. Reino Unido tuvo su experiencia entre los mayos de 2010 y 2015: la primera desde el gobierno de unidad nacional de Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial. Sin ir muy lejos, España se ha convertido en un laboratorio de intentos coalicionales desde 2016 hasta la fecha con resultados más bien magros. Su vecino Portugal también, aunque con mayores éxitos que fracasos.

El aprendizaje para la Europa continental viene, sin embargo, del norte escandinavo: Suecia y Finlandia tienen doctorados suma cum laude en la formación de gobiernos de coalición. De hecho, los fineses acaban de dar al mundo una muestra más de integración: acaba de formarse el primer gobierno de coalición de 5 partidos liderado por 5 mujeres. Alemania también es parte del club con los liberales alternando entre la CDU-CSU y el SPD, e incluso con las grandes coaliciones entre éstos socios mayoritarios. Italia tiene su tradición, pero abundan más tragedias que estabilidades. Actualmente, de los 28 miembros de la Unión Europea, 18 tienen gobiernos de 2 o más partidos. Los lobos solitarios son la excepción.

Las coaliciones que supimos conseguir

La América Latina bisnieta de su Europa descubridora siguió los mismos pasos en las últimas décadas. Una primera oleada de coaliciones llegaron con los presidentes minoritarios de la década del ’90. Frente a un patrón de inestabilidad gubernamental en ascenso, los titulares de los poderes ejecutivos nacionales buscaron blindarse con escudos legislativos sólidos. Para eso, apelaron a socios con bancas a cambio de cargos en el gabinete presidencial. La fórmula europea. Coalición de gobierno sobre una coalición legislativa.

Sin embargo, una segunda generación de coaliciones abundó cuando esos mismos sistemas políticos que estaban acostumbrados a la comodidad del bipartidismos también comenzaron a fragmentarse. Los acuerdos pasaron a ser electorales: candidatos presidenciales que buscaron apoyos en socios territorialmente relevantes para poder llegar a sus ansiados sillones. En esta instancia, los partidos acordaron crear nuevas etiquetas que simbolizaran su unidad, con distintos logos y colores, repartiéndose las candidaturas a todos los cargos del sistema y acordando una serie de puntos en común bajo el nombre de plataformas electorales. Esta oferta pre-armada implicó negociaciones, acuerdos, tensiones y rompimientos que marcaron un aprendizaje para todos los actores. Mientras más coaliciones tuvieron éxito, más acuerdos proliferaron.

En el Cono Sur fue práctica corriente. La Concertación en Chile nació como una coalición electoral, que posteriormente se convirtió en una de gobierno. Lo mismo que el Frente Amplio en Uruguay. Ambos son casos exitosos de construcción de una nueva identidad programática, de una nueva imagen común y de sostenerse en el tiempo con un alto grado de coordinación e institucionalización interna durante varias décadas. La Concertación, incluso, se amplió con el Partido Comunista y pasó a llamarse Nueva Mayoría.

Brasil y Argentina han alternado penas y glorias. En los primeros no existe formalmente la figura jurídica de la coalición electoral, de modo que los partidos acuerdan definir un candidato presidencial único y organizan una campaña electoral con cierto nivel de coordinación. Con posterioridad a la victoria, viene el reparto de cargos para consolidar gabinetes de coalición. Estas fueron las experiencias de Fernando Enrique Cardoso a mediados de los ’90, Lula Da Silva en los 2000 y Dilma Rousseff en los siguientes años. Éste último caso es, sin dudas, la principal mancha de las coaliciones brasileñas.

Argentina tuvo su primera experiencia con la Alianza. La coalición nació por un acuerdo electoral entre la UCR y el FREPASO para los comicios de mitad de mandato en 1997. El éxito en bancas se tradujo en una campaña conjunta para las presidenciales de 1999. Pero como toda experiencia sin aprendizaje previo terminó con más fallas que logros. La falta de unidad interna para enfrentar la crisis económica impidió a Fernando De La Rúa terminar su mandato de 4 años. Asumió Eduardo Duhalde (PJ), quien llamó a un gran acuerdo nacional para salir de la grave crisis del 2001. Convocó a la UCR, ordenó el terreno y sentó las bases para lo que posteriormente fue la coalición peronista Frente para la Victoria. En el gobierno entre 2003 y 2015 amplió su base de sustentación con más aliados y más socios adentro. Una acuerdo más bien informal que se amplió estando en el gobierno.

Las últimas dos experiencias son más actuales. Cambiemos (UCR, PRO, CC-ARI y aliados provinciales), en el gobierno entre 2015 y 2019, siguió un proceso de construcción distinto al de la Alianza y logró terminar su mandato, incluso con minoría en ambas cámaras. El Frente de Todos es la nueva experiencia coalicional del Peronismo. Hechos los deberes en las elecciones, repartidos los espacios en la arena legislativa y la de gobierno, queda por ver qué tanto servirán las reglas informales de convivencia en esta nueva etapa.

Un cierre que abre

El mundo será, sin dudas, de las coaliciones. Al menos en el mediano plazo podemos olvidar los sistemas bipartidistas donde dos rivales que se reparten todo controlan los principales resortes. Los acuerdos entre distintos actores son una fórmula política ideal para escenarios de diversificación de las identidades partidarias. Si en la diversidad está el valor de la heterogeneidad, en las diferencias está el complemento de los socios. La clave, como todos los casos mencionados indican, está en las reglas, sean formales o informales, escritas o tácitas. Como en toda pareja, implica convivencia. 

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