25 octubre 2012

Los gabinetes presidenciales. Un caso de (psico)análisis


Hoy vamos a empezar por el final (las causas institucionales y políticas) y a terminar por el principio (el caso). Para ello, me veo obligado a retomar un viejo debate académico muy famoso. Estamos hablando del clásico de los clásicos: Presidencialismo vs. Parlamentarismo. The rematch.

Específicamente quiero centrarme en el rol que cumplen los gabinetes en ambas formas de gobierno. Algunas aclaraciones iniciales.

En primer lugar, por gabinete se entiende al equipo de gobierno que acompaña a la máxima autoridad responsable de tomar las decisiones y que, generalmente, dirige el gobierno. En segundo lugar, la cantidad de ministros / secretarios / responsables de área que acompañan a ese líder puede variar en su número y cantidad. En tercer lugar, otra variación podemos encontrarla en el grado de centralización / descentralización de dos elementos: 1) los responsables de tomar las decisiones y 2) la atribución de responsabilidades por hacerlo. De esta forma, podemos ver distintos “tipos de gabinete” según la cantidad de sus integrantes, según quién sea el tomar de decisiones (Jefe de Gobierno, ministro o equipo) y quién se hace responsable por ello (idem anterior).

Ahora bien, ¿qué diferencias hay entre los gabinetes parlamentarios y los presidenciales? Bajo el supuesto de que surja una crisis política, los gobiernos parlamentarios pueden sufrir cambios en la composición de las coaliciones legislativas que sustentan al gobierno de turno. Si no se llegara a lograr la mayoría absoluta necesaria para mantener la confianza del Parlamento, entonces el Jefe de Gobierno se vería obligado a buscar nuevos aliados y alcanzar esa mayoría.

Para sobrevivir a la crisis, entonces, puede tomar dos caminos. En primer lugar, incluir nuevos socios en el equipo de gobierno, de modo que se represente a la nueva coalición legislativa. En segundo lugar, puede redistribuir los puestos gubernamentales entre los socios que ya la integran, pero dando la imagen de “nuevos aires” al gobierno y buscar nuevamente la confianza del Parlamento. En ambas situaciones, hay un cambio de gabinete: repartir y barajar de nuevo las carteras. Y en ambas la motivación es estrictamente institucional: evitar que caiga el gobierno y así recurrir a las urnas.

En los sistemas presidenciales, en cambio, el Presidente de turno no está obligado institucionalmente a modificar su gabinete como causa de una crisis política. Esto se sustenta en dos elementos. Primero, el Presidente no depende de la confianza del Poder Legislativo para mantenerse en su cargo, ya que ambas instituciones tienen legitimidad propia (“legitimidad dual” para los amigos). Segundo, todos los Presidentes saben cuál es su primer día de trabajo y también cuál es el último. Tienen mandatos fijos y preestablecidos que evitan, salvo crisis institucional gravísima que amerite Juicio Político, que dejen el cargo anticipadamente por un cambio en las mayorías legislativas.

De esta forma, podríamos esperar que los Presidentes tengan menos propensión a modificar sus equipos de gobierno como respuesta a un cambio en la distribución de fuerzas 1) dentro de la Legislatura y 2) entre ésta y el Poder Ejecutivo.

Sin embargo, sí pueden existir motivaciones políticas para hacerlo.

Situación 1: una crisis política como producto (y causa) de una fuerte inestabilidad social que, movilizaciones mediante, genere un clima de descontento generalizado en la población.

Situación 2: simple desgaste de la Política gubernamental y necesidad de inyectar renovación a un ciclo político que ha mantenido al mismo actor durante sucesivos mandatos al frente del Gobierno.

A esto podemos sumarle dos elementos más. Por un lado, presión de parte de algunos sectores del partido político oficialista o de aliados circunstanciales para imprimir renovar la imagen del Gobierno. Por otro lado, un calendario electoral que obligue a renovar los cargos (sobre todo los legislativos) cada dos años, con la posibilidad de trasladar el descontento social a las urnas.

Este cocktail político bien podría obligar al Presidente de turno a renovar el Gabinete (o parte de él) y demostrar buena predisposición política para dar nuevos aires al gobierno. Sin embargo y remarcando: el Presidente no está obligado institucionalmente, sino incentivado políticamente a hacer estos retoques.

Dos frenos o desincentivos podríamos encontrar frente a esta posibilidad de cambio. Por un lado, la obligación constitucional de parte del actor político predominante de designar a un sucesor para el cargo Presidencial puede llevar a ese mismo actor a evitar los grandes cambios ministeriales. Sencillamente para evitar que la redistribución de espacios de poder devenga en un desbalance de los sub-sectores internos que incida en la designación.

Por otro lado, porque una reciente victoria electoral por amplio margen podría dar la imagen interna en el equipo de Gobierno de que no se ha revocado la confianza ciudadana sino que se ha revalidado. Sin importar el ciclo político monocolor.

Resumiendo. Más allá de las diferencias entre formas de gobierno, los sistemas presidenciales suelen tener las excusas e incentivos políticos suficientes para renovar sus gabinetes. Más allá de que no estén obligados institucionalmente, sí pueden darse situaciones que ameriten un cambio estético no demasiado profundo.

A pesar de la reticencia a hacerlo.

Ah, el caso. Los conceptos se aplican por sí solos. Se cae de maduro.

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